lunes, agosto 23, 2010

estupideces

"considerar como un pecado capital
que te vayas con tu espalda brillando
sin mi permiso y sin mi abrazo
sin preguntarlo, anunciándolo con la mirada.
sin palabras, aunque fueran crueles,
me hubiesen matado rápido, sin dolor
sin la agonía que me deja, tu pecado...
que te vayas, con tu espalda, con tus ganas.
considerar que mi lucha no fue en vano
que mis brazos te rodearon
sin culpas y sin rencor
pero a tu mirada no la perdona nada
es el pecado absoluto..."


Algo me distrajo y no pude seguir escribiendo. Fue algo en mi cabeza, dentro. Sonaba como un murmullo, una voz suave, dulce, arrolladora, que quería decirme la verdad.
Dejé de escribir automáticamente, y toda mi energía se posó en ese susurro que cada vez sonaba más fuerte hasta transformarse en gritos desgarradores, aullidos de desesperación, estruendos que hacían temblar árboles y montañas, marcas en el viento que despertarron hasta el último sueño profundo de aquella noche en la que las sombras se comieron a la luna.
La desgracia de esa voz impidió cualquier movimiento de mi cuerpo, que después de una breve parálisis estalló en un llanto ahogado que lo llevó al suelo, al cielo, al Sol.
La voz se había apagado, los bùhos no se atrevieron a mirar. El miedo logrado en mi ser aquella noche me impidió entender aquella voz, aquella verdad.
Pasaron meses, hasta que un día la intriga me mató.
Un signo de interrogación gigante cerró para siempre mis ojos, y la culpa, otra vez, la tuve yo.
Y mi debilidad.